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En el centro el exilio. Entrevista con Angelina Muñiz-Huberman[1]

Mariana Bernárdez

Reproduzco la entrevista tal cual apareció en La Jornada Semanal, 12 de septiembre de 1993, han pasado muchos años y miro de manera diversa el ejercicio de la entrevista, en aquel momento, para mí, lo único de relevancia era la voz del autor, lo que preguntaba sólo era una excusa para provocar el recuerdo o el hilo de la conversación; a pesar de haber obviado en el texto el ejercicio de la pregunta-respuesta, quedan en mi memoria una sucesión de imágenes: la luz entrando por el ventanal del departamento, los colibríes revoloteando alrededor de un ficus, observo atenta los detalles, las fotografías de Alberto, los libros perfectamente acomodados, el silencio… Tengo miedo de que la grabadora se descomponga, de que todo salga mal, he terminado de leer su libro Dulcinea encantada, y quisiera centrar la conversación en él, pero sé que las palabras la habitan a ella y que yo soy la otra orilla. Recuerdo que Angelina me ofreció té, nos sentamos en la mesa del comedor y charlamos durante largo rato, la entrevista permitió una aproximación como la evocada entre la mano y la pluma, pero sin duda el diálogo es el puente hacia la escritura y desde este vértice ella comenzó a hablar:

El acto de escribir lo veo como un juego. Escribir es irte quitando tabúes. Yo quería que mis primeras novelas no fueran autobiográficas. Poco a poco pude ir entrando en los recuerdos personales. Dulcinea encantada no es autobiográfica sino confesional. Da lo mismo si esas cosas me pasaron o no. Lo importante es la confesión. No tener miedo a despojarte. Paso por etapas de caos y orden. Una vez que encuentro el terreno poético, me da miedo quedarme encerrada en él y busco otra salida. Entonces reviso mis borradores y pienso que no sirven porque no son poéticos. Se trata de ir mezclando, hasta que llega un momento en que ya no importan estas cosas.

En el centro, el exilio

El exilio como centro de la vida es todo: una idea, un concepto, algo abstracto o algo concreto. Te modifica y te hace estar en situaciones límite: dar el paso para adelante o para atrás.

No me quejo de la idea del exilio, te enriquece y te permite conocer cosas nuevas porque se han perdido otras. A veces, claro, no las recuperas, como le pasó a los españoles con la Guerra Civil. Quedas siempre con esa posibilidad de movimiento.

No nací en España sino en Hyeres, Francia. Por eso muchas veces digo que el exilio es para mí un concepto, una idea, porque es algo heredado.

En España estuve hace tres o cuatro años por menos de dos semanas. En realidad no conocí nada y cuando escribí mis libros ni siquiera había estado ahí.

Al estallar la Guerra Civil, de Hyeres viajamos a París, luego a Cuba. El viaje lo hicimos en barco. A pesar de que tenía dos años, mis recuerdos se unieron a lo que me contaron mis padres. Cuando recuerdas algo distinto a lo que tus padres recuerdan, ese recuerdo es tuyo.

Al llegar a Cuba nos fuimos al campo. Con la muerte de mi hermano mis padres no querían saber nada del mundo. Fuimos a Caimito del Guayabal e hicimos vida de campesinos. Durante tres años vivimos de lo que daba la tierra y después de ese tiempo nos quedamos sin dinero. A mi padre se le ocurrió sembrar lo que no se daba en esa tierra, por ejemplo las papas. Las sembró, no se dieron y se perdió todo.

En Caimito del Guayabal no convivía con otros niños. De vez en cuando, los fines de semana, venían amigos a la finca. Siempre estaba sola, con adultos. Al llegar a México conocí otros niños, fue mi primer viaje en avión.

Vinimos a México porque un tío mío tenía en París unos laboratorios de productos farmacéuticos. Le dio la representación a mi padre quien había sido periodista en España. La primera parada fue en Mérida. El recuerdo que tengo es el de hombres vestidos como en las películas de África, con pantalones cortos, chaquetas de exploradores y casco blanco. Yo no s‚ si es real, pero esa es mi visión de Mérida.

La primera impresión de México es la llegada al aeropuerto en día de lluvia. Creo que fue en marzo. Todo el camino hacia el centro estaba lleno de charcos. La gente se arremangaba los pantalones o las faldas; llevaban los zapatos en la mano e iban caminando. Eso me pareció divertidísimo, pero llegué malísima porque siempre padecí mareos. En cualquier transporte me ponía horriblemente mal. Los del hotel preguntaban, ¿qué le pasó a esta niña?, porque estaba verde. Era el hotel Gillow. Mi sorpresa fue saber que estaba en una ciudad porque yo en Cuba vivía en el campo, tierra adentro.

Ya en México, cuando tenía seis o siete años, mi madre me confiesa que su familia había conservado la tradición del judaísmo durante siglos. Mi abuela aún conocía palabras en hebreo y ciertos rituales. Mi madre solía leerme La Biblia, particularmente "El Pentateuco". Eso me influyó y se convirtió en una de mis grandes obsesiones.

En cuanto a escribir, lo hago desde chica. No sé si en un principio fue por imitación a mi padre, que había escrito poesía e incluso le habían publicado obras de teatro en España. Tengo la imagen de mi padre escribiendo. A raíz de la muerte de mi hermano hizo el voto de dejar de escribir. Escribir estaba prohibido en la familia.

Para mí eso fue tremendo. Como sí escribía, pues ahí vino el primer gran conflicto con mi padre. A mí me gustaba escribir. Además desde chica empecé a leer. Cuando eres hijo único, leer es uno de los entretenimientos y por consecuencia me agradaba la idea de escribir.

Es verdad lo que pasó con el niño en Cuernavaca. Lo cuento en mi texto autobiográfico "El juego de escribir". Después de haber jugado todo no sabíamos ya que inventar y le dije: "Vamos a escribir cuentos". Nos sentamos en la mesa y se me quedó la idea de seguir escribiendo.

Otro cosa tremenda era escribir cartas a los primos de España, entre los seis y nueve años. Mi padre cogía la carta, la leía y tachaba. Censuraba lo que estaba mal, me hacía copiarla como él quería, si no la carta no salía. Él tenía una manera de entender la escritura. Yo me daba cuenta a esa edad de que era muy distinta a la mía, de que me había falsificado y que no era lo que quería decir. Eso fue una tortura para mí. A otro niño no le hubiera importado. A mí eso de que me hicieran usar otras palabras que no pertenecían a mi vocabulario, me sentaba mal.

Mi madre me decía que no le hiciera caso: "Tú escribes muy bien, escribe natural". Incluso ella guió mis lecturas, desde la Biblia hasta Juan Ramón Jiménez. Pero para mí la autoridad literaria era mi padre y su desaprobación me provocó una gran inseguridad. Pensaba que no servía para escribir, pero seguí haciéndolo porque era algo m s poderoso.

Los hilos de la madeja

Mi historia siempre ha sido fuera de lo habitual. No sé qué pasó, mis padres decidieron que como vivíamos en México necesitaba ir a un colegio mexicano. No obstante primero fui al Gordon College, que estaba cerca de mi primera casa; esa fue idea de mi madre porque según ella tenía que aprender inglés. Después mi padre me mandó a la Escuela Secundaria de Gobierno número 18 para que conociera el país. Pedían composiciones, yo para ese entonces ya no le enseñaba a mi padre lo que escribía. Me decían que estaban muy bien escritas, pero yo no lo creía. Recuerdo que un profesor me pidió que escribiera algo sobre las Naciones Unidas. Le gustó mucho. El día que se celebraba la fiesta de las Naciones Unidas lo leí frente a la escuela.

En la preparatoria me rebelé. Mi padre y mi maestro de piano se habían puesto de acuerdo para que estudiara música. Como me gustaba mucho decidí probar durante las vacaciones. Me ponía a tocarlo, pero constantemente veía el reloj porque quería seguir leyendo. Me iba a leer y no me acordaba del piano. Era una situación absurda. Por suerte pronto decidí no seguir. Ese fue el segundo gran golpe para mi padre, ahí sí ocurrió una ruptura.

Me preguntó: "¿Qué quieres estudiar?" Yo le dije: "Letras". "¡Ah!, eso sí te lo prohíbo, mejor estudia química". Mi madre y yo lo convencimos de que iba a estudiar Derecho. En aquel tiempo el bachillerato de Derecho era una carrera afín a Letras. Además mi padre ya había decidido a qué preparatoria meterme. Yo le dije: "No, ahora quiero un colegio español". De nuevo discutimos y al fin aceptó que entrara a la Academia Hispano Mexicana. Ahí conocí a mucha gente del exilio. Tuve por profesor a Arturo Souto en Literatura Universal; el primer trabajo que nos dejó fue un cuento. Le gustó muchísimo, me dijo que tenía madera de escritora y me animó a seguir escribiendo. Le gustó tanto que a esa edad, tendría 16 ó 17 años, me invitó a las reuniones que tenía con Luis Rius, Pedro Garfias, José de la Colina, Inocencio Burgos...

Mi padre se dio cuenta de que el estudiar derecho había sido una trampa y que en realidad iba para Letras. Entré a la Facultad y nunca mencioné que escribía. La gente se enteró de ello cuando empecé a publicar.

Estaba inmersa en la literatura y adquirí el ritual de escribir. Escribía en cualquier lado, en cualquier hoja o situación. A veces en clase, a veces en un café, donde fuera. Al principio no era tan metódica, pero siempre me gustaron las libretas. Quien me dio todo el apoyo fue mi marido y al conocer mi problema me dijo: "Tú tienes que escribir y publicar. Hasta que no publiques no vas a saber si puedes o no hacerlo". Yo no me atrevía a publicar. Me daba un pánico absoluto. Me daba miedo que estuviera mal escrito. El hecho de que mi padre me dijera que escribía mal y confuso, me hacía pensar que todo el mundo iba a opinar lo mismo. Era miedo a enfrentarme a los demás.

De la palabra al libro

Empecé a publicar en Cuadernos del viento la revista que dirigía Huberto Batis. Uno de los primeros que me reseñaron en esta revista fue Henrique González Casanova. Así que a pesar de que la opinión fuera favorable, yo seguía sin creer.

Continué publicando cuentos, pero al irme a Estados Unidos a estudiar el posdoctorado, no sé cómo, encontré tiempo para empezar a escribir Morada interior. La idea me vino un poco durante las clases en Filadelfia con un profesor estupendo, Otis H. Green y en Nueva York con otro profesor, Albert A. Sicroff. Aunado a esto estaban las ideas de Américo de Castro y mi búsqueda del judaísmo. Se me ocurrió volver a interpretar la vida de Santa Teresa. Ella pertenece a una familia de judíos conversos, eso la lleva a crear un exilio interior. Mi propia situación de exilio me lleva a intuir situaciones de exilio. Esto es lo que ocurre en esa mi primera novela.

Mi exilio es una suma de múltiples exilios: el de mis padres provocado por la Guerra Civil española, el de mi hermano causado por su muerte, el dado por la prohibición de escribir, el exilio social... Sin embargo mi idea del exilio fue evolucionando. De adolescente mi ideal era regresar a España, de hecho pensaba que con sólo regresar mi problema estaría resuelto. No me di cuenta de que ello no era así hasta los 16 años. Hicimos un viaje a Francia donde conocí a esos primos con los que me carteaba. Un día nos preparábamos para salir y bajaba yo las escaleras. Los de España me esperaban, y oigo que uno le dice al otro: "Oye, avisa a la mexicana que estamos listos". Yo dije: "¡Qué! ¡Ay, caramba, pues si yo no soy española!" Si mis primos hablaban mal de México yo me enfurecía y lo defendía, y claro, aquí me oyen hablar y me dicen: "Tú eres española, hasta pronuncias como tal".

El problema estaba ahí y era difícil. Morada interior me ayudó a aclarar ciertas cosas. Hay un capítulo clave, incluso escrito en cursivas que empieza: "No es que me despañolice, sino que busco las raíces, las verdaderas y profundas. Esas raíces que cuesta trabajo encontrar, que duele desenterrar y que temen la luz del día". Santa Teresa como personaje me permitió seguir buscando. Ella encuentra en el exilio y la mística algo no tangible que es una salida. Yo no la puedo tener porque vivo en otra época, no creo en Dios y esa salida no me es permitida. Hay personas que sí se lograron adaptar, pero yo me quedé siendo ni de un lado ni del otro. Durante mucho tiempo me preocupó hasta que me volví un poco cínica y dije: "¡Qué bien!, esto es fantástico".

Al paso del tiempo y ante la imposibilidad de volver a España vino la idea de Israel. Te queda la sensación de regresar a algún lado. Mi marido había vivido allí de joven y había fundado un kibutz. De todas mis novelas Tierra adentro es la más positiva, es la única con final feliz; trata sobre la salida de un muchacho de España a Israel después de la expulsión de los judíos en 1492. La llegada a algún lugar es ya una respuesta. Quizá por eso me acerco a los místicos, no por religiosa ni por mística, sino porque tuvieron la capacidad de encontrar algo que no necesariamente es la tierra.

Esa es la lucha que todos tenemos. Sor Juana lo decía: "entre razón y corazón". En mí ha pesado mucho el mundo racional, trato de rebelarme, pero el problema es que uno no puede escapar. La rebelión existe porque está la muerte. Esas son las rebeliones, pero son inútiles porque la muerte siempre gana la batalla. Esas rebeliones no fructifican, como la revelación que es un instante. Tal vez el instante, ese pequeñísimo fragmento de revelación, sea la historia. El símbolo de lo que es la vida, el hombre. La vida es tan fugaz como el instante de revelación. La historia en ese sentido, está unida a la muerte y a la temporalidad como instantaneidad.

La muerte es otra constante en mi escritura. En "El juego de escribir" (De cuerpo entero), relato cómo me hice a la idea de que hasta que no cumpliera 8 años podía morirme como mi hermano. A él lo incorporé en mi vida, jugué con él y es con quien he dialogado siempre. Mi hermano no era un fantasma, era algo real y conocí todo de él no porque lo recordara sino porque mis padres me lo contaban.

La guerra del Unicornio conjugó muchas cosas. Quería hacer una novela de aventuras y de caballería, como un cuento de hadas. Al mismo tiempo quería escribir algo sobre la Guerra Civil y el exilio. Sitúo estos hechos en la Edad Media. Divido el bando de los caballeros: los caballeros de Gules son el rojo, los caballeros de Sable son el negro, el comunismo y el fascismo. En la historia me guiaban los personajes y el desarrollo de la guerra. Busqué libros de historia y describí una de las batallas: la del Ebro. No podía escribir directamente una novela sobre la guerra, lo único que quedaba era alegorizar y esos personajes me lo permitieron; además de que representaban la historia medieval de España sin negar la existencia del pueblo árabe, judío y cristiano. De hecho son los tres que van a pelear aliados. Quería sacarme la espina de la guerra.

De encantamientos y encantados

Mi última novela, Dulcinea encantada, vuelve a presentar como temática central el exilio. El personaje está loco y se propone "escribir". De este modo, la única lectura y crítica de esta novela imaginaria es la propia. Tenía que dejar fluir, totalmente libre, su pensamiento, sus asociaciones disparatadas. Después de todo lo que ha sido el exilio, sólo quedaba la locura.

El exilio lo veo como algo apocalíptico. El fin de los tiempos para los españoles refugiados. Lo demás fue engañarse. Por eso esta novela tenía que ser apocalíptica, en el sentido de fin: el truncamiento de los españoles que no regresarían. ¿Qué libro hay más delirante que el Apocalipsis donde el lenguaje es llevado al extremo, donde las metáforas ya no funcionan y quién sabe qué quieran decir? Ese es al extremo al que puede llegar el exilio cuando es llevado a su total locura e incomprensión. El exilio en ese sentido es la locura.

Por otra parte, Dulcinea encantada fue una novela de revelación; me apoyé en ese libro de la revelación que es el Apocalipsis. Siempre quise escribir una novela sobre el exilio español, eso lo pensé desde los 18 años. Seguí escribiendo y la pospuse. Hice borradores, pero no me funcionaban. La idea estaba ahí. Pensaba que no me correspondía escribirla, que no tenía derecho. No es que yo fuera a escribir "la novela del exilio", ojalá se hubieran escrito muchas y ésta fuera otra más. Yo también tenía derecho porque soy parte de ese exilio. Hasta que un día yendo por el periférico "me ocurrió la revelación". Cuando la escribí, fluyó y no podía parar.

El exiliado sí escogió el exilio, pero su hijo fue arrastrado hacia ello. Ese es uno de los problemas de Dulcinea, ya no puede hacer nada. El coche la lleva y ella ha elegido el silencio, no hablar, sólo le queda la vida interior.

Dulcinea está encantada y juega a los encantados. Retomo dos pasajes de El Quijote. Uno es cuando Don Quijote ve a Dulcinea en la cueva de Montesinos haciendo cabriolas y cosas extrañas. Otra cuando Sancho le dice a Don Quijote que ésa no es Dulcinea sino una campesina. Don Quijote le explica a Sancho que Dulcinea está encantada. ¿Hasta qué punto el personaje es así? Puede ser que Dulcinea está transformada en algo que no es lo suyo. Eso le permite encantarse en otros personajes y puede ser una princesa medieval, la dama de compañía de la Marquesa Calderón en el México del siglo XIX... La historia es como las matrushkas, son muchas Dulcineas dentro de otras Dulcineas, hay una parte donde se pregunta: "¿Con quién estás hablando?", y responde: "Conmitigo".

Entiendo la palabra encantada en todos los sentidos: encantada porque está divertida, encantada porque está paralizada y necesita de un conjuro para poder desencantarse. El encantamiento la lleva a otro plano donde puede desatar su locura. El final del trayecto por el periférico marca una ruptura, puede que haya muerto o entrado al manicomio o pasar a una experiencia mística, el encantamiento la lleva a eso.

Dulcinea se siente atraída por la muerte, quiere estar sola, pero tiene miedo. La voz interna que constantemente le habla la salva. La idea es que triunfa la vida, pero la vida creada en su delirio. Quizás ama la muerte como ama a Dios, tanto una como el otro están idealizados.. Entonces, cuando hay la propuesta de morir, Dulcinea la rechaza.

Hay tantas Dulcineas como Amadís. De él sólo conocemos su cuello, porque ella va sentada en la parte trasera del automóvil. Es el caballero perfecto, el caballero de Dios que cumple con las normas de Raimundo Lulio. Dulcinea sí se puede enamorar de él. Don Quijote ha escogido a Amadís como modelo. Dulcinea no se puede enamorar de Don Quijote, idealmente sí, pero físicamente no.

Las intertextualidades muestran el amor al libro, que se necesita como muleta o como apoyo. Esto es una ironía, de por sí Dulcinea posee un nombre libresco, pero además lee y tiene que buscar en su bolso el libro. Si no está ahí no se siente segura. El libro es el fundamento. En este punto se puede ver la tradición hebrea de la Torah, un libro donde la palabra no está explicada, no está establecida y donde simplemente tratas de volver a interpretar, pero necesitas del libro y eso le ocurre a Dulcinea.

Cito a Vladimir Propp porque estudió el cuento de hadas, además de que siempre me ha gustado ese género. Al final digo que no se cumplen estas normas. Todas las teorizaciones sobre la novela no son efectivas. Hay un poco la burla sobre las teorías acerca del hecho literario; es como abrir el cráneo, el proceso literario. En ese sentido muestro qué pasa cuando uno esta haciendo una novela. Todas las novelas de Dulcinea son novelas fallidas, es la novela sobre la novela.

Se introduce indirectamente la tradición de La Cábala, en cuanto a palabra: contar y contar hasta acabar creyendo lo que se cuenta. De aquí que uno de los problemas de Dulcinea sean los recuerdos.

En mi escritura el espacio en blanco es una necesidad. de nuevo, no lo puedes decir todo ni oralmente ni por escrito. El espacio en blanco es parte de la lectura y ahí se encuentra lo que no puedes expresar o decir. Al mismo tiempo se da la reducción de vocabulario. Por ejemplo, antes de que el hermano de Dulcinea muera, es cometido el incesto. Ese momento es muy escueto, no se dan detalles. No podría ser de otro modo dado mi concepto de escritura. La expresión no se puede extender, hay que reducirla y concentrarla. En los momentos cumbres falla el lenguaje.

El cuento de nunca acabar

La literatura es algo incompleto. Así es el hombre. Todo lo que toca es frágil y condenado a la muerte. La vida del hombre está llena de espacios en blanco: el amor, la muerte... Las grandes cosas no pueden ser expresadas.

Sin embargo cuando se crea un objeto como un libro, un cuadro o una melodía surge el problema entre el creador y la idea de Dios. Quizá por eso el artista siempre está marginado de la sociedad porque hay ese deseo de equipararse con la idea divina.

¿Dios?, el concepto de Dios es lo que me interesa y cómo lo han desarrollado los místicos. Lo que me enamora es ese juego del concepto que te lleva a un amor. La poesía de San Juan de la Cruz o de Santa Teresa puede ser leída como poesía erótica, ¿qué pasa ahí? Esto se refleja en Dulcinea cuando busca a Amadís y no lo encuentra. Se le aparece, pero no se le aparece: es el momento de la revelación.

La suma de diversos exilios, en mi caso, ha hecho que esto se convierta en un tema obsesivo que permea a los otros. En el centro está el exilio, hay un poema mío que dice:

El exilio

Siempre el exilio

En el centro

el exilio

Yo seguí escribiendo porque era algo no resuelto, ni siquiera en este libro lo está. Es algo que ya no me preocupa como antes, pero es una marca que siempre estará. Este exilio puede ser totalmente sui generis, quizás no sea "el exilio" sino mi exilio subjetivo, aunque tiene de ambos porque no está creado en el aire.

Escribir, es difícil hablar de ello. No puedo ponerme en fórmulas, no quiero encasillarme. Por eso mis cuentos no son cuentos, mis novelas no son novelas y mis poemas, no son poemas.

El escritor de esta época no tiene porqué dar razón de su escritura. Será porque no le adjudico a la literatura un papel específico. Como ya se ha dicho todo quizá lo que interese es el proceso creativo para dar una visión del mundo. Tal vez eso quede. Tal vez no sea verdad. A los escritores no hay que pedirles su opinión, sino dejarlos escribir.


[1] “En el centro el exilio. Entrevista con Angelina Muñiz”. La Jornada La Jornada Semanal. Suplemento Cultural. México. 12 de septiembre de 1993.

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