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Raúl Renán: Entre un camino blanco y uno rojo o del corazón transfigurado1


La sencillez de Raúl no es carente de profundidad, la sutileza de su humor y la calidez de su sonrisa se aprestan para dar lugar a quien atribulado llega a tomar café con él. Sin duda, este poeta de origen yucateco, ha cruzado las fronteras de los grupos y las generaciones por esa afabilidad propia de quien prosa versos en el sentido esencial de la escritura; tal morar el lenguaje lo llevó aventurarse por los caminos, y entre el blanco y el rojo, trazo su vida como pocos han sabido hacerlo, porque Renán, como bien se define, es un poeta guerrero. Lo que se da al lector es una entrevista prolongada cuya cita tardó años en darse, y porta consigo una promesa inútil de evadir, una vez empezada la lectura difícil será no conmoverse ante sus palabras y su vitalidad.


MB: ¿Cuáles son tus primeros recuerdos?

RR: Mérida como toda ciudad está dividida por zonas de diferencia social, curiosamente nací en un sanatorio de Santa Lucía, zona de gente adinerada, porque mi padre vivía del comercio, era representante de firmas de productos y era conocido. La cosa ocurre así, mi madre trabajaba en casa de mi padre como asistente de su esposa, tienen un amorío y cuando nazco ya no puede trabajar ahí, prácticamente le estorbo, como podía me llevaba de aquí para allá. Mi padre y su mujer se fueron de la ciudad, no sé dónde, y mi madre se quedó a la deriva conmigo durante los primeros tres o cuatro años.

Las amistades le ofrecían quedarse conmigo mientras ella trabajaba, pero cómo no tenía ni dónde tenerme determinó regalarme y escogió una familia pobre de campesinos recién llegados a la ciudad. El hombre se había iniciado en el corte de pelo en su pueblo y cuando llegó a Mérida tuvo la oportunidad de trabajar distinguiéndose por ser dedicado y ordenado, a tal grado que su último trabajo fue en la mejor peluquería llamada “El Olimpo”, ubicada en la Plaza Mayor y cuyo dueño se apellidaba Lizcano. Como conocía bien su oficio era solicitado por los turistas y las personas acomodadas. El éxito lo lleva a independizarse y a establecer su negocio en la plaza del barrio de San Sebastián cerca de la casa en que vivía y que era de paja, herencia de la cultura maya. Allá me deja mi mamá, recuerdo el impacto que me produjo, no sabía qué hacer ni cómo instalarme. Los primeros recuerdos de esa casa son una mesa y una silla alta que hicieron para mí donde me sentaban para comer, un perro negro con el cual hice buena amistad, y un gran patio pedregoso con árboles y plantas de flores.

Así empezó mi relación con esta pareja maya de origen humilde que se sentían padres de un niño rubio y blanco. Yo era un lujo que él presumía por la Plaza Mayor, en la zona donde trabajó algún tiempo y donde los europeos estaban asentados, aquellos sí reconocían que era yo hijo de mi padre, pero nunca revelaron su nombre. Mi tutor fue el primero en llevarme a una cafetería, tomaba café con leche y pan remojado, y sentía el olor de los puros de los extranjeros, de ahí mi gusto por los cafés.


MB: ¿Tus juegos?

RR: No tengo recuerdos de mis juegos infantiles, lo que sí llamaba mi atención es que mi tutor tuviera como lecturas únicas la Biblia y el periódico, era evangélico, iglesia a la cual iba una vez al año; siendo un muchacho adolescente participé en el ritual y al salir, lo recuerdo perfectamente bien, cosa que me agrada porque señala su forma de ser, me dijo: “Esta es la iglesia en la que yo creo y a la que asisto, si quieres volver es cosa tuya”; otro recuerdo grato es que en la Sorbetería Colón, fundada en 1900 y que todavía existe, me compraba unos caramelos italianos que eran una delicia.

También recuerdo la celebración que era para mí ir al parque del barrio de San Sebastián. Tenía tres secciones, la primera era un terreno rodeado de árboles llamados almendros, la segunda estaba en alto y había que subir unos escalones, era donde la gente paseaba, había bancas de fierro pintadas de verde, con pasadizos y palmeras que conectaban con la Iglesia de San Sebastián que sólo tenía una torre porque la otra no se terminó de construir por la Revolución; a ella entraba cuando se daba la oportunidad, que no era con mucha frecuencia. Una festividad que me gustaba muchísimo era la de la “Flor de mayo”, niños y niñas vestían de blanco llevando flores blancas y rojas a la Virgen, era un acontecimiento en el cual nunca participé. La tercera parte del parque estaba dedicada al deporte, principalmente al básquetbol. La primera sección en cierta época se convirtió en campo de beisbol, se celebraron grandes temporadas que incluso llegaron a transmitirse por radio; dio buenos jugadores, hombres con los que me llevaba, héroes deportivos y héroes de combate en un barrio aguerrido de gente golpeadora y pateadora.


MB: ¿Háblame de la relación con tu madre?

RR: Mi madre de cuando en cuando iba a visitarme, tengo borrados esos momentos porque están dentro de mí. Lo poco que recuerdo y el efecto de sus visitas está claramente descrito en mis cuentos Los niños de San Sebastián, textos ríspidos y tristísimos, que encierran la verdad de mi infancia, niños que soy yo en situaciones diferentes, infancia dolorosa e imaginativa donde los únicos recursos que me dan la posibilidad de fuga son los que pretexta la naturaleza: las piedras, la lluvia, el aire, los árboles, las cosas, las queridas cosas.

Menciono esto porque como es natural los encuentros me daban una gran emoción y me eran muy significativos; de mi parte había la petición abierta de que me llevara porque no me sentía bien en esa casa, y de la suya, la negativa a hacerlo. Lo cual me hizo percibirla como una mujer débil, sin gozo ni disfrute por la vida, sin conciencia de haber tenido a mi padre parcial y accidentalmente, y lo que era peor, de haberlo perdido para siempre; no obstante, él dejó para mí objetos que fueron mis grandes presencias: una palangana recubierta de porcelana templada blanca para que me bañaran y mis cubiertos de plata, de los cuales la cuchara fue la única que sobrevivió la rapiña.

En efecto, mi madre en su tipo era una muchacha agradable y era muy jovencita cuando me parió, 16 ó 17 años a lo más; pero no tuvo una condición que le llevara a entender la importancia de estudiar ni la forma de manifestar una preocupación que le motivara decirme: “Hijo estudia, cumple tus deberes y obedece en la escuela”. Ella nació en la primera capital del Estado que fue Valladolid cerca de Chichen-Itzá, también estuvo con unos tutores y huyó, no sé porqué lo hizo, simplemente se salió y se vino caminando a Mérida; jamás me contó de su familia, no supo quien fue su padre ni su madre, y nunca la agobié con preguntas, indebidamente, porque habría obtenido información que ahora echo en falta. En otra ocasión apareció un hombre del que me dijo era un tío, es el único parentesco que mencionó, si era inventado, no lo sé. Lo cierto es que no había abuelos ni alguien en el pasado, por eso cuando mis hijas empezaron a entender las cosas, yo les dije: “Con nosotros empieza la vida, no busquen atrás, no hay nada.”


MB: Sé que tu apellido original no es Renán, ¿a qué se debe?

RR: Es González que es el de mi madre, pero te quiero contar que cuando huyó de sus tutores no sabía cómo se llamaba, si Demetria, si Esperanza, si Mercedes, no lo sabía, lo de González tampoco supe de dónde lo tomo. Ella figura en una acta de bautismo como Mercedes González y a mí me puso de nombre Raúl Renán y su apellido, así aparezco en el acta de nacimiento. Con el paso del tiempo me conocen como Raúl Renán, por lo que decido quedarme con Raúl por nombre y Renán como apellido.


MB: ¿A qué se debe el que no hayas mencionado a tu tutora?

RR: Mi tutora muere cuando tengo 9 años. Era tremendamente cruel conmigo, fui un niño golpeado bajo cualquier pretexto: si al hacer tareas de ayuda para la casa cometía algún error como perder el dinero que me daban para el mandado, romper un plato, ensuciar mi ropa, ya sabía lo que me esperaba, más si llegaba tarde al taller de peluquería porque ahí estaba el jefe de la familia y ese tundeaba con brutalidad.

Mi tutor era hombre puntual y prácticamente ignorante, pero me enseñó a leer con la Biblia y el periódico; me compró esos libros de caligrafía en los que aprendí las letras y posteriormente practiqué copiando unos libros llamados Lecciones de cosas, cuyos motivos nutrirán mi escritura. Como me aburría tanto copiar me inventaba cosas que no existían, pero mi tutor nunca cotejaba y sólo miraba que estuviera garrapateado el cuaderno. Yo entiendo que esa es mi escuela de escritor y de escritura porque empiezo a ensayar la letra y la invención, escribía con tinta y plumillas, evidentemente acababa manchado, ropa y manos, señales del catecúmeno. La lista de palabras del mundo me hizo interesarme en el en la edición paupérrima del Diccionario de la lengua española que había en mi casa, me encantaba, era mi libro de mucho gusto, lo leía como si eso fuera “la literatura” y ahí habitaran los cuentos y los poemas.


MB: ¿Qué tienes presente de los años en la escuela?

RR: Exactamente a los siete años asisto a la escuela primaria José María Velázquez, mi primer lápiz fue un Micado amarillo, marca que hoy se conoce como Mirado, me lo compró mi tutor, al igual que mis libretas, y el material escolar de cada principio de año, plumillas, tinta y borradores, pero las libretas me encantaban, eran un enorme campo rayado donde escribía tareas y copias y copias.

Recuerdo con gusto la escuela en sí misma, me sentía orgulloso de ir, no iba obligado ni desganado, iba corriendo, feliz, con mi tintero agarrado por una cuerdita y con una mochilita. Gozaba de la simpatía de las maestras porque era cuidadoso y tenía amistad con varios niños, pero como era muy pobre no me invitaban a comer ni había fiestas. En mi casa no había celebraciones de ningún tipo, mi tutor se pasó la vida sin festejar su cumpleaños ni el mío. Recuerdo el olor de comida y de refrescos de la casa en una de cuyas accesorias estaba el taller. Recuerdo otros compañeros de clase que eran hijos de ganaderos, comerciantes y mercaderes, los ricos del barrio; a pesar de ser, declaradamente, hijo de un obrero, el taller era mi centro de reunión, en la parte de atrás tenía una mesa y una esterilla en el suelo donde me acostaba al mediodía para dormitar, mi cara daba a la pared carcomida donde veía figuritas que seguía con mi lápiz, ociosidades de poeta como digo yo, entonces, formación de poeta. Recuerdo al salir de la escuela, las lluvias, los charcos, las calles inundadas que bogamos ayudados de los árboles.


MB: En lo que cuentas hay un sesgo de alegría, ¿la naturaleza es una fuga positiva?

RR: Solía brincar cuanto charco encontraba, muerto de risa corriendo por donde fuera, en los recreos me subía a los árboles, me columpiaba, había uno al que me subía por su elasticidad, me agarraba de sus ramas y me dejaba caer “a la tarzanesca” para aterrizar suavemente, era travieso y corrí los peligros de cualquier niño inquieto, como saltar de techo a piso o la reja de la escuela que tenía lanzas…

Entré a la adolescencia de una manera rápida, jugaba beisbol de forma elemental, al brinca-burro entre tres o cuatro, y corría, lo cual fue muy importante para mí, no sólo porque me escapaba de la mirada del tutor, sino porque en la temporada de frío, como yo no tenía sweater, ni sabía qué era aquello, y usaba camisetas y pantalones cortos, corría con furor para darme calor, lo que me daba orgullo porque no necesitaba estar protegido, yo me protegía a mí mismo.


MB: ¿Tus primeros zapatos?

RR: Mis primeros zapatos me los compraron obligadamente porque hubo una fiesta cívica en la escuela y yo era el abanderado, de modo que estaba en primer plano, se obtuvieron de segunda mano a un chofer de autobús de pasajeros, me incomodaron horrores, pero esa fue mi manera dolorosa de entrar a la elegancia.

Pongo ropa blanca siempre, lo cual se hace más notable cuando entro a la secundaria, tenía únicamente una muda de ropa, un pantalón y una camisa para la semana, usaba un pañuelo grande para sacudir y cubrir el lugar donde me sentaba, para que no se manchara el pantalón, si se ensuciaba sólo quedaba esperar al fin de semana para lavarlo, eso contribuyó a que fuera cuidadoso con mis cosas y todavía lo soy.


MB: Platícame de cuando torciste henequén de niño.

RR: No pasé el cuarto año de primaria, lo descuidé, vagabundeé y padecí una enterocolitis terrible que casi me mata y que me trataron con emetina. Cuando mi tutor supo que había reprobado el año me dijo: “Con tu enfermedad ya acabaste con mi dinero y además no estudiaste”, y me sacó a la calle. Anduve viviendo a trompicones y fui a ver a mi madre quien nada me ofreció, pero me recomendó con unos conocidos suyos para trabajar. Se trataba de una cordelería manual donde se hilaba el henequén mediante una rueda, se hacían hilos comerciales para atar. Movía la rueda a pleno sol y llevaba siempre mi lápiz en el bolsillo, presto para cuando se me apareciera la musa. Eso del lápiz les preocupó a los dueños del negocio, padre e hijo. Al primer salario cobrado por mi madre, me señalaron por poseerlo muy tajadito, decían que con ello podría matar o sacarle los ojos a cualquier cristiano. Era un arma. No recuerdo cuándo escribía ni en qué, pero sí los frijoles que los sábados, a diferencia de los otros días, eran acompañados de puerco. Entre el sol y esa alimentación se me cuarteó la piel y me dio pelagra.

Un día, la madre de mi tutor fue a buscarme para decirme que me había perdonado y llevarme con él. Al recibirme, aún sabiendo lo que había vivido, sólo supo atinar a decir que esas cosas terribles simplemente pasaban. En compensación me había cambiado de escuela a una más grande, una primaria en el barrio inmediato de San Juan, llamada José María Velázquez tras un cura revolucionario, formado por los sanjuanistas, gente de izquierda, pensadora y liberal.


MB: ¿Por qué afilabas los lápices?

RR: Porque era un niño pobre y lo único que me gratificaba era el poder que me daba escribir, escribía pequeñas cosas que imaginaba y lo afilaba para escribir más, pero en esas circunstancias no tenía la oportunidad de hacerlo porque acababa rendido. En las noches dormía en una esquina de la casa; no olvido al padre ni al hijo, era un horror, pagaban cuartilla por lo que hacía y jamás me dijeron por mi nombre porque el hijo también se llamaba Raúl, yo era “El chamaco”.


MB: ¿La secundaria fue una buena experiencia?

RR: Me encantó porque las escuelas públicas poseían una excelencia académica y procuraban una gran formación a través de maestros que enseñaban literatura, geografía, historia, gramática de primer nivel. Descubrí muchos aspectos de la cultura y de la ciencia, entré en contacto con los clásicos literarios. La lectura de La Ilíada fue fundamental, recuerdo a los poetas griegos y particularmente la poesía española del siglo de Oro, me sorprendió su belleza, pensaba que para escribir así se tenía que ser grande, por lo que adquirí una gran preocupación por el lenguaje, me fijaba en la terminología de Quevedo, Góngora, Ercilla... En esta época me descubro una veta de dibujante, curiosamente lo que alguna maestra guardó de mí fue mi libreta de dibujo, ninguna guardó mi literatura. Mis compañeros me apodaron “El Bachiller” por que hablaba de forma rebuscada, era algo que me hacía singular, yo me aprendía palabras. Luego llegué a la preparatoria con un desplante de poder, lo primero que hice fue escribir un soneto acróstico, algo que no vuelvo a hacer en mi vida que el maestro puso en el pizarrón: “Miren esto es una obra literaria escrita por Raúl de recién ingreso.”


MB: Me da la impresión de que son años felices, que tienes movilidad y libertad.

RR: En ese sentido mi tutor no me reprimió ni me constriñó, la libertad en la preparatoria fue mayor y mis salidas eran frecuentes. Mis amigos eran muchachos que me apreciaban por lo que yo era, nunca me señalaron por mi estrato social, pasaban por mí en sus automóviles, y si estaba con mi ropa de uso y descalzo, me esperaban mientras me bañaba rápidamente y me ponía mi ropa de salir para ir a pasear.

En la Universidad de Yucatán, desde lo alto de mi salón de prepa, miraba el portalón del Café Peón Contreras al que empecé a asistir, no iba por el café mismo, sino porque hablábamos de literatura, mostrábamos nuestros escritos, los intercambiábamos, poco a poco comencé a pertenecer a un grupo, lo cual para mí fue importantísimo, yo vivía de la emoción de reunirme con esos amigos. Debo indicar que la mayoría eran personas acomodadas, hijos de banqueros, de abogados y profesionistas prominentes, que me invitaban a sus casas, a fiestas, a comer, y eso era significativo porque estaba ganándome por mí mismo o recuperando para mí la categoría de mi padre.


MB: ¿Tienes alguna vivencia con tu padre?

RR: Lo vi una sola vez de chico cuando a mi madre le informaron que habría de ir a Mérida, quizá tendría 11 años o menos. Llegamos al Colón, hotel de muchas estrellas, y la recibió con gratitud incluso con simpatía, pero no con amor. Ella me presentó, él no me había visto jamás y nunca creyó que me habría de lograr, sacó del bolsillo del chaleco un peso de plata y me lo entregó, no hubo caricia alguna, promesa, ni averiguaciones que tuvieran que ver con mi vida. Lo volví a ver una segunda ocasión en la ciudad de México.


MB: ¿Cómo te animaste a venir a la ciudad?

RR: El medio artístico de Mérida era constreñido y aunque el ambiente literario me daba cierto sosiego, yo sentía la necesidad de tratar con los escritores que estaban conformando la estructura cultural del país. A través del café conocí a Mediz Bolio que contaba con dos obras importantísimas La tierra del faisán y del venado y sus memorias A la sombra de mi ceiba en ambas desarrolló una literatura llena de imágenes y con un gran deleite por el lenguaje. Teresa Herrero, hija de españoles, que estudiaba derecho, que iba a los cafés y fumaba, y que tenía trato con Don Antonio a través de sus padres, fue quien nos lo presentó. Hombre enorme que le encantaba hablar con ella, y a la vez, le gustaba que los jóvenes escritores lo frecuentaran, solía recibirnos en el estudio de su hacienda, era una casa de paja con el piso de mosaico, con escritorio y butaques, se llamaba el Tubulil que quiere decir “El olvidadero”. Al ser nombrado Senador de la República coincidimos en la ciudad de México, lo solía visitar en su hotel que se ubicaba frente a la Cámara y luego comíamos juntos.

Entre el grupo nacido de la tertulia del Café Peón Contreras hicimos una revista, Voces verdes, donde dimos a conocer nuestros primeros cuentos, poemas, artículos, reseñas, fueron 12 números, y fue mi primera empresa editorial. Entre los miembros estaban Alberto Cervera Espejo, Teresa Herrero, Víctor Castillo Vales, Roger Cicero Mckinei, Jorge Rosado Torres, Fernando Espejo Méndez, principalmente.


MB: ¿De esta época también data tu relación con Don Ermilo Abreu Gómez?

RR: La relación con Don Ermilo, quien estudiaba a Sor Juana Inés de la Cruz y había escrito Canek se dio a través del Café al que asistía cuando iba a Mérida porque ahí estaban los escritores y nosotros; fuimos grandes amigos, también lo fui de su hija Juana Inés con quien paseaba yo en coche calesa.


MB: Quisiera recapitular sobre tus influencias literarias, hemos hablado de la Biblia, de la literatura clásica y española del Siglo de Oro, pero no de el influjo de la lengua maya.

RR: Mi madre, de origen maya, la hablaba al igual que mis tutores y sus amigos, yo la escuchaba, la entendía, incluso la leía, pero no la hablaba por rebeldía, tal vez tenía una actitud equivocada porque mi mente tiraba más hacia lo europeo y existía en mí una cierta fascinación por las lenguas occidentales. Cuando visitábamos a los amigos en los pueblos, al hablarme en maya, yo contestaba en español. Es una lengua agradable, gutural y melodiosa, el verbo está al final de las construcciones gramaticales como en el latín. En nuestra habla cotidiana, los yucatecos traducimos del maya al español diciendo por ejemplo: “este niño es pura calamidad puro llorar hace”.


MB: ¿Qué horizonte te da la lengua maya?

RR: La lengua maya tiene una estructura de fraseo sin grandes exposiciones sintácticas, y cierra pequeños periodos compuestos, ello junto con el mecanismo versicular de la Biblia, me ayudó a desarrollar una escritura de periodos cortos; como toda lengua nativa elabora su construcción alrededor de la imagen y no de la acción, por ejemplo Tubulil, es el lugar donde yo olvido y donde descanso de mí; Chichenitzá, quiere decir la boca (Chi) del pozo (chen) de los Itzá que es el grupo étnico. Cada nombre de los pueblos se conforma por medio de imágenes, por ejemplo Hopelchen el primer componente Hopel es el número 8 y chen pozo, es decir, el octavo pozo del camino.


MB: Raúl, cuéntame de los caminos blancos.

RR: El camino blanco lo crean los mayas para que pasen los blancos, son sendas abiertas de piedra molida, ellos caminaban por las veredas que son conductos angostos entre la maleza, se ayudaban con machete y con ramas en forma de “v”, y eran por lo general rojos por el color de la tierra. Así soy yo, andante entre el camino blanco y el camino rojo.


MB: No fue tan fácil aquello de venirse a la ciudad, ¿qué sucedió?

RR: Mis amigos sabían que quería venir a la ciudad de México, era mi ilusión y mi destino; así cuando un grupo de teatro participa en un concurso nacional y el gobierno federal les da un avión militar para transportarlos me vengo con ellos. La noticia de mi viaje abrió el bolsillo de varios, me regalaron una maleta y algunos trajes; dinero no hubo, pero un periodista que me quiso mucho, Rodolfo Concha Campos, bibliógrafo y bibliófilo me dio una tarjeta para Andrés Henestrosa, a quien conoció durante un exilio provinciano en la capital cuando nombraron gobernador de Yucatán a un campechano. Concha Campos admiraba a los jóvenes que estábamos haciendo la nueva literatura de Yucatán. En la euforia de los vinos siempre exclamaba “¡Yucateco es categoría, maestro!”, con lo cual reíamos los que estábamos en tertulia.


MB: Hace años me contaste que al llegar a la ciudad, al poco tiempo tu mujer te siguió y las cosas no salieron del todo bien, se regresó a Mérida y dio a luz a unas gemelas. ¿Cómo afectó este hecho tu vida?

RR: Como lo narras, así fue, se produjo una relación prolongada de casi tres años que no tuvo cabida al llegar a la ciudad donde yo buscaba una nueva vida. Como lo que había vivido hasta ese momento había sido tan fuerte, yo no tengo inculcada una conciencia de culpa, a pesar de mi formación judeocristiana. Lo curioso es que cuando ella se regresa me siento culpable por primera vez y es el momento donde paso de ser una víctima a un victimario, papel que no me gustó nada y que determinó mi constante huir de estos roles sociales, prototipos que fundamentan un ejercicio de control.


MB: ¿Qué viene a tu memoria de esta primera estancia en la ciudad?

RR: Al llegar, busco a Andrés Henestrosa con la tarjeta de Concha Campos, él me recomienda inmediatamente con Mauricio Magdaleno, director del Departamento de Cultura de la Ciudad de México, y trabajo en la Coordinación de Teatro en la Ciudadela. A pesar de la fascinación que ejerce la ciudad en mí, me siento mal en ella, se antepone mi soledad, el abandono de mis raíces, de mis costumbres, de repente soy anónimo. Me daba miedo cruzar las calles por la noche y siempre le pedía a alguien que me acompañara.

Permanecía alrededor de seis meses en casa del pintor José Gordillo, casado con la hija de un querido amigo escultor, Enrique Goddiener, quien vivió en Mérida toda su vida. De ahí me fui a un cuarto que me facilitaron unos amigos donde quede un rato más largo. Es la época donde frecuento a Don Antonio Mediz Bolio; los sábados asisto a los desayunos organizados por Andrés Henestrosa en el Sanborns de los Azulejos y a los que van los jóvenes escritores como Ricardo Garibay, Fausto Vega y Jorge Hernández Campos; y personajes como Octavio G. Barreda, Epigmenio Guzmán, Gustavo Bas, por mencionar algunos. Mi segundo trabajo fue con Francisco Zendejas, creador del Premio Villaurrutia y del Premio Alfonso Reyes, en Excélsior escribiendo una página cultural. Un día me informó que no podía pagarme más, pero que me había conseguido un lugar en Porrúa, ahí laboré seis años, lo que me permitió mandarle dinero a mi madre para pagarle un cuarto en la parte de atrás de la casa donde estaba la peluquería, y a mi tutor ayudarle con el pago de sus impuestos, lo cual era su gran preocupación.


MB: Eso significa que la relación con tu madre no se rompió, ¿la entendiste en su contexto: te dejó para ofrecerte una mejor vida?, ¿y tu tutor?

RR: Tuvo esa intuición de darme y de no arrástrame con ella, en ese sentido fue una mujer generosa; jamás rehízo su vida a pesar de tener dos hijos más de padres distintos, los traté muchísimo y fui una figura importante para ellos, murieron de enfermedad y jóvenes: mi madre y mi hermana murieron ciegas, mi hermano no supe bien. Con respecto a mi tutor, con el paso de los años, la relación terminó siendo de reconocimiento, de agradecimiento y de cariño. En su momento hablamos de cuánto sentí que me pegara y castigara, ¿qué tanto se gana con pegar a un niño que rompió un plato? Tampoco se recupera el plato. Ahora como adulto cuando veo que alguien rompe algo le digo que romper es parte fundamental de vivir.


MB: ¿Qué pasó cuándo vuelves a ver a tu padre en la ciudad de México?

RR: Desencanto, él no tenía una visión de mí y yo necesitaba el reconocimiento, eso es lo que creí habría de conformarme, por eso la crisis tan profunda en la que entré. Al llegar a la ciudad lo busqué en una oficina que tenía en la calle de Morelos y no pasó nada, incluso le llevé mis cuentos para que los viera, pero no le interesaron. Supongo que lo sorprendí y que no esperaba verme después de tantos años. Nos encontramos por segunda ocasión en su casa y al llegar estaba rodeado por sus hijas mayores quienes fueron una barrera, y la actitud denostaba que al padre no habría de llevárselo nadie ¿cómo iba a establecer una relación de ese modo? No volví a saber de él.


MB: ¿Cuándo trabajas en Porrúa decides ir a la Facultad?

RR: Para mí asistir a la Universidad era el logro de mi vida, así que hablé con los Porrúa quienes me dijeron que tenía como única obligación editar la revista Boletín Bibliográfico Mexicano, revista famosa en su momento en América Latina, de alrededor de 60 páginas que mantuve con don Felipe Teixidor.

Entré a la Facultad en Ciudad Universitaria antes del ’68 a estudiar Letras Hispánicas, atendí a los clásicos e hice estudios de teatro, ahí trabé amistad con José Emilio Pacheco, Juan García Ponce, Beatriz Espejo, entre otros. Fue a través de los amigos que llegué a la revista de Estaciones dirigida por Elías Nandino, incluso logré un lugar entre los miembros de la mesa de redacción, era un grupo frecuentado por Gustavo Sainz, Hugo Arguelles, Francisco Cervantes, Carlos Monsivais, Lazlo Moussong, José Emilio Pacheco, entre otros. Hice buena amistad con el doctor Nandino por simpatía, era un hombre finísimo, cordial, educado y respetuoso. Un día hablando con Francisco Cervantes, le dije: “El Doctor puede ser lo que sea, pero como nosotros somos feos ni siquiera nos mira”, comentario con el cual siempre reímos mucho. Lo cierto es que era de una delicadeza extraordinaria y juzgaba a los Contemporáneos, a Novo por su ironía y mala leche, pero siempre ponía por delante a Villaurrutia quien, todos sabíamos, era su amigo del alma.


MB: ¿Te tocó el coletazo de la pugna entre los Contemporáneos y los Estridentistas?

RR: Soy distraído, y eso en cierto modo, me ha retrasado en la vida; así como no me di cuenta de la situación que mencionas, seguramente tampoco me di cuenta de alguna bella muchacha que quisiera conmigo…


MB: ¿Qué maestro te ensanchó la visión del mundo?

RR: Para mí ese maestro fue María del Carmen Millán, a quien primero traté personalmente para luego encontrarla en el magisterio, nos apreciamos muchísimo, ella fue la clave en el conocimiento de la literatura mexicana. En teatro fue Fernando Wagner, versado en la técnica teatral, Allan Louise quien venía de Hollywood perseguido por el macartismo; y mi queridísima Luisa Josefina Hernández, quien suplió a Rodolfo Usigli en la cátedra de Teoría del teatro e historia, no olvido sus clases sobre dramaturgos irlandeses Synge, Deirdre y O’Casey, nombres que todavía resuenan en mis oídos, como tampoco sus cigarrillos en sus labios húmedos.


MB: ¿Por qué dejaste la Universidad?

RR: Estuve alrededor de tres años en la Facultad, solía seleccionar materias de mi interés, por ejemplo el teatro porque los cuentos que escribía tenían una tendencia marcada al diálogo, pero no me gradué porque no creí en la posibilidad de una vida académica y me quedé sin grupo: era muy chico para integrarme a los constituidos y muy grande para los que estaban conformándose, entonces me volví un puente entre ellos.

Simplemente un buen día no volví y me dediqué a mis amigos los escritores: Francisco Cervantes, Homero Aridjis, Carlos Monsivais…, me interné en el ambiente literario, pasé por las revistas siendo testigo de su formación y miembro de las mesas de redacción. De ese tiempo, en Estaciones publiqué dos ó tres cuentos. Años después en una conversación con José Emilio Pacheco, me refirió que él había pensado me habría de dedicar al cuento porque mis textos eran de avanzada. De esa época también publiqué un poema “Lolita” que fue celebrado en Excélsior. A partir de esas experiencias siento el pulso de publicar y me constituyo como un escritor independiente en formación constante. Se allegaban a mí personas y grupos porque era un observador fiel de la literatura, además de que era conocida mi amistad con Henestrosa y mi bonhomía.


MB: ¿Por qué dejas el trabajo en Porrúa?

RR: Estando en Porrúa entré en una crisis emocional profunda, hasta ese momento me había dedicado a toda índole de lecturas, había escrito algunos ensayos sobre escritores mexicanos publicados en el suplemento literario de Excélsior, pero no había evolucionado lo suficiente como para no extrañar mi tierra y a mi familia, además de estar lejos artísticamente de mis contemporáneos de la revista Voces verdes. Entonces Álvaro Mutis, me sugirió que fuera con su psicoanalista que por cierto, era carisísimo. Lo fui a ver y cuando se abrieron las puertas del ascensor me vio pegado a la pared. Me preguntó: “¿A qué le tiene usted tantísimo miedo?”, “Si yo supiera no vendría a verlo.”

El Dr. Díaz Conti era un hombre joven y estuve 8 años con él en terapia. En mi poema “El diamante” señalo lo que aprendí en el proceso: todos somos un joya en potencia, pero no vemos nuestras aristas y brillos, nuestro valor; a mí me los descubrió el doctor: “Raúl, tu que fuiste un niño que limpió zapatos buscando las huellas de tu padre, ahora eres director de una revista especializada en libros viejos y nuevos conocida en América Latina.” No había caído en cuenta del salto cualitativo que había dado, estaba escribiendo, tenía muchos poemas y cuentos, y un grupo de amigos; el reconocer eso contribuyó a mi sanidad. Posteriormente hizo un estudio a través de mi terapia y del libro ya mencionado Los niños de San Sebastián, publicado en Mérida y logrado a través de Jorge Pech Casanova, entonces funcionario del Instituto de Cultura de Yucatán, admirador de mi trabajo, cosa que siempre he apreciado debidamente; y lo presentó en la Sociedad Psicoanalítica Mexicana. Fue una demostración del valor que yo tenía.


MB: ¿Cómo pasas de Porrúa a la agencia de publicidad Walter Thompson de México?

RR: Me doy cuenta de que necesitaba ganar más dinero, y Mutis me recomienda con un amigo suyo, Luis Castañeda, director creativo de Walter Thompson de México. Le llevé uno de mis cuentos y me contrató inmediatamente, era ex-alcohólico, excelente persona y trabajador, esto ocurrió en 1963. Lo bonito de esta etapa primaria en la ciudad de México es que no pasé hambre como otros y siempre hubo quien me acogiera.

Comencé a ganar mi buen dinero al grado que para entonces me casé con Aida, yo tenía 38 años y ella 28. La conocí por medio de un amigo, nos caímos bien y coincidimos, fuimos al cine, me presentó a su familia y se formalizó la relación, ella provenía de Chihuahua y yo de Mérida, pero mis hijas nacieron en la ciudad. Aida era mi joya, como nunca había tenido nada y mucho menos mujer propia, de recién casado cerraba con llave la puerta de la recámara sin saber por qué; después de algunas conversaciones con amigos que también habían sido psicoanalizados, concluí que lo hacía para que no me la fueran a robar.

Al año nació mi hija Tere, al verla sentí una emoción indescriptible, le había dado al mundo una hija mía, era un fenómeno importantísimo para mí, porque además de no haber tenido nada, había puesto en duda el valor de mi creatividad y ese hallazgo se volvió un tesoro preciadísimo. Al corto tiempo vino Constanza, y Tere, que tiene una memoria privilegiada, decía que la aparición de su hermana le había arrebatado la atención de sus padres. Mucho tiempo después cuando nació Ximena, Tere se alió con ella, ambas suponían que queríamos más a Constanza, parece que es algo prototípico de las familias con tres hijos, pero lo cierto es que ahora todas se llevan “re-bien”.


MB: ¿Qué representó para ti hacer una familia?

RR: Significó muchísimo, me dio un sentido de pertenencia y firmeza porque yo era un desposeído. Lo que descubrí es que nadie es dueño de nada, yo no tenía nada, ni vivía en casa propia, ni sabía si iba a comer al día siguiente, la ropa se me deshilaba encima, no tenía zapatos, todo eso va formando tu interioridad y tu carácter.


MB: ¿Cuándo compraste tu casa en el Fraccionamiento “Los Pastores” en la calle “Flora”?

RR: Al poco tiempo de nacer Constanza la compramos; solían preguntarme, “¿Tu libro de los pastores nunca lo hemos visto?”, porque cuando firmaba debajo de mi nombre, ponía el lugar y el año. La casa redondeó el sentimiento de propiedad conseguido gracias a la visión de futuro de Aida; a mí no se me hubiera ocurrido hacerlo. Son años de estabilidad y de consolidación.


MB: ¿Cómo viviste el ‘68?

RR: El ‘68 ocurre cuando estoy trabajando en la agencia de publicidad Walter Thompson, me llegaban las noticias y estaba alerta e interesado, la gran catástrofe del 2 octubre me paralizó, porque aunque no participaba, simpatizaba con las ideas que se defendían, tengo grabadas las imágenes de la manifestación que encabezó el rector de la UNAM Javier Barros Sierra, no la olvidaré nunca, porque defendió la autonomía universitaria y sostuvo una postura de gran valor político-social.

A pesar de ser un espectador, la afectación fue innegable, hay un miedo que se proyectó en lo siguiente: en esos años se planteó la construcción de la línea del metro, pensaba que ese transporte haría un ruido tremendo, que no nos dejaría dormir ni vivir, por supuesto había un desconocimiento de mi parte, pero ubicado en ese contexto tal preocupación expresa mi ánimo y mi interioridad.


MB: De esta época la postura de los intelectuales fue muy comentada, entre ellos Fuentes y Paz, por mencionar nombres, ¿conociste a alguno?

RR: A Fuentes nunca, pero con Paz tuve trato en El Colegio Nacional, iba a sus conferencias, ambos llegábamos a hora temprana y conversábamos en la puerta del salón antes de entrar, es mi época universitaria, cuando trabajo en Porrúa, eran conversaciones cordiales por lo que recuerdo.


MB: ¿Cuánto tiempo trabajaste para el área de publicidad?

RR: Alrededor de 30 años, lo que duró la formación de mis hijas, salí del medio cuando cumplí 60 años. Estuve en las agencias más importantes Walter Thompson; Doyle Danne & Bernbatch; Ferrer; García Patto y Young Rubican. A lo largo de los años compaginé este medio con mi presencia en el ámbito literario, los talleres y los cafés; por ejemplo cuando trabajaba en Ferrer, abajo del edificio estaba un Wings en el que me reunía con el grupo de becarios del INBA-FONAPAS. Por otra parte mi proceso de escritura no se interrumpió, durante ese tiempo escribí Lámparas oscuras; La gramática fantástica, Catulinarias y sáficas; Los urbanos; Rama de cóleras que se publicaron años más tarde.


MB: ¿Cómo nace el proyecto de La máquina eléctrica?

RR: Yo formaba parte de los escritores y artistas del momento que íbamos a “Libros escogidos”, librería de viejo sobre Avenida Hidalgo a un costado de la Alameda, de Polito Duarte, hijo a su vez de un famoso librero con el mismo nombre. La librería se llenaba, pero no tenía café, cerca había varias cantinas, a dos casas se encontraba la llamada Golfo de México, pero a nosotros nos gustaba ir a El Hórreo porque era un restaurante de comida española que tenía cantina, del grupo era Otaola un español formidable y eje de la amistad entre nosotros, también estaba Carlos Isla, Guillermo Fernández, Francisco Hernández, Francisco Cervantes, entre otros. En esa época hice Papeles, que es una de mis manifestaciones editoriales más auténticas, saqué 12 números y resultó un catálogo de autores prominentes: Luis Cardoza y Aragón, Ramón Gómez de la Serna, Luis Cernuda, Porfirio Bárbara Jacob, León de Greiff, Ermilo Abreu, Jorge de Lima, Manuel Peyrou entre otros. Era un pliego, frente y vuelta, de 70 x 95 cm., con características sumamente modernas tanto en lo literario como en lo gráfico, cómplices de esta aventura fueron mis amigos el diseñador Óscar de Juambelz y el pintor Gabriel Ramírez de cuya autoría eran casi todos los retratos a plumón que aparecieron.

Carlos Isla como creador efervescente se identificó conmigo, empezamos a inventar cosas además de buscar cafés porque los dos éramos “cafeteros finos”. Para ese entonces la librería había cerrado sus puertas porque el gobierno había comprado los terrenos hasta el Hotel Cortés, ello provocó que nos mudáramos al Café Alto en la Roma, lo convertimos en nuestro cuartel general de reuniones sabatinas a las que solía llevar a mis hijas quienes se sentaban en una mesa aparte y pedían lo que quisieran, “cantina abierta”, eso les fascinaba. Como todos teníamos libros pero no teníamos dónde publicarlos, Carlos y yo decidimos hacer una editorial, libros hechos a mano, compaginables, con grapas e impresos en mimeógrafo; le pusimos el nombre “La Máquina Eléctrica” y usamos como logo la bolita de IBM. En la composición nos ayudó Juamblez, amigo a quien ya mencioné.


MB: ¿Por qué son tan importantes las reuniones en el Café Alto en tu historia literaria?

RR: Porque se incrementa la tertulia, van varios grupos que ocupan diversas mesas, y la nuestra era la central, llegaban distintas personalidades Javier Peñalosa, Aurelio Asiain, que investigaba para Zaid cuando preparaba Omnibus de poesía, Marcos Kurtiks, Otaola infalible, entre otros. Al cierre del café, nos vimos en problemas porque no encontrábamos un espacio alterno, entonces Roberto Vallarino amigo de Carlos Islas le dio referencias de uno abierto por un primo suyo, joven que luego descubrimos escribía a ocultas, en la calle de Orizaba. El brebaje era malísimo además de que era difícil de llegar y no tenía vida; luego Guillermo Fernández descubrió que en el Edificio de Las Brujas donde vivía, habían abierto un café y una librería, nos pasamos gustosos sin mayor gloria para más tarde irnos a la nevería La Bella Italia; de los últimos bastiones fue el Café Córdoba donde llegaron a ir gente del medio, de provincia y extranjeros, aquí es donde se incorpora Fernando Rodríguez y Tere Meneses; después fuimos a Casa Lamm, donde comenzó a diluirse el grupo.


MB: ¿Cuéntame sobre tu relación con García Márquez y Álvaro Mutis?

RR: Cuando estoy en Walter Thompson, mi primer vestigio literario en ese mundo fue un redactor Alberto Monterde, hijo de Don Francisco Monterde, académico famoso, quien para ese entonces había publicado un único libro en el FCE. Cuando aparece García Márquez sin dinero, Mutis lo introduce en la agencia y hago amistad con él. Como las oficinas de Walter Thompson estaban en la Colonia Anzures, García Márquez encuentra una casa en la calle de Renán número 21, entonces se establece la broma entre nosotros, solía dedicarme sus libros como “Renán XXI”. Cada jueves solíamos reunirnos a comer en el Champs Elysees recién inaugurado en el Paseo de la Reforma, García Márquez, Álvaro Mutis, Emilio García Riera, Francisco Cervantes, Jomy García Ascot y yo, principalmente.


MB: ¿Tu relación con Rubén Bonifaz Nuño y Alí Chumacero?

A Rubén lo conocí a través de Marco Antonio Campos, éramos muy cercanos, solíamos reunirnos a comer o a tomar café, ocasiones en las que me invitaba a participar en el grupo de La Lechuza al que pertenecían también Bernardo Ruiz, Vicente Quirarte, Sandro Cohen, y Rubén Bonifaz Nuño en el centro, esencialmente. Al poco tiempo el menor de Bernardo, el Pato, nos puso el mote del Grupo de Las Calacas.

En cuanto a Alí, conocí primero a Lourdes Chumacero en una exposición en su galería misma que me ofreció para dar conferencias, talleres, presentaciones. Juntos organizamos un homenaje a Luis Cardoza y Aragón, invitamos a Andrés Henestrosa como orador y llevé a mis alumnos tanto de la ENEP Acatlán, como otros que me seguían por todos lados; luego me invitó a la fiesta de cumpleaños de Alí y comenzó la amistad.

MB: Las épocas de consolidación suelen llenarse de pequeñas rutinas, que paradójicamente permiten un desarrollo al aquietarse la zozobra, ¿lograste un centro de seguridad a partir del cual escribiste?

RR: Sí, en esta época escribí mucho, pero hubieron otras cosas, murió mi madre, lo que significó la disolución de la parentela original; a la pérdida se aunó el lento olvido de los recuerdos de la infancia, de cuando ella iba a pasar un sábado o un domingo conmigo, cuando jugábamos... Los remanentes de la niñez inevitablemente se diluyen.


MB: Después de 30 años en el área de publicidad, entras a trabajar al INBA a la Dirección de Literatura con Bernardo Ruiz, ¿hubo otras cosas?

RR: Hay publicistas que son como francotiradores al acecho de creativos disponibles, mi último trabajo fue con García Patto, pero por mi edad, 60, estaba fuera; luego se dio el encuentro con Bernardo quien me invitó a trabajar con él, y fue cuando nos conocimos. Durante estos años fui galardonado con los premios de mi Estado: Medalla Yucatán (1987), Medalla Antonio Mediz Bolio del Gobierno de Yucatán (1990) y el Premio de Poesía Experimental con mi nombre (1998).


MB: Una vez alcanzada la estabilidad, sobrevino tu divorcio y la enfermedad, me gustaría que comentaras este revés.

RR: Me vino una pancreatitis, ocurrió mi divorcio y ello derivo en una escritura con rasgos distintos. Me encontré de nueva cuenta en una situación de desposesión, lo que alguna vez fue mío se lo quedó Aida que fue la cofundadora y no me interesó recobrar nada porque yo ya no tengo tiempo. Estuve casado casi 30 años y perdí el paisaje que me constituyó. En las mañanas solía salir a caminar, compraba el periódico, al regresar tomaba un café, escribía… La separación se debió a mi relación con Norma y por una carta que ella me escribió. Aida se indignó al grado de insultarme y en ese momento decidí irme. En la tarde me fui con Constanza a casa de Tere, estuvimos un mes y luego pusimos un departamento. Fue un quebranto en muchos sentidos, dejé mis libros, no podía cargar con ellos ¿dónde los ponía? Al perder a mi mujer, perdí la fundación de mi casa y lo lamenté sin límite, pero la vida se da así.


MB: Te enfermaste muchísimo, ¿se te rompió el corazón?, ¿lo reencontraste?

RR: Se me rompió y al recobrarlo me lo encontré transfigurado y asombrado. No sabía cuando me empecé a recuperar, que había tocado fondo, recuerdo en el hospital la figura del cura, recortada en el marco de la puerta, que todas las mañanas pasaba a verme, previendo que se declarase el fin.


MB: Mencionaste no haber profesado religión alguna, que no eras hombre creyente, pero a raíz de tu enfermedad, de tu estancia en el hospital, de la pérdida de tu matrimonio, uno de los últimos libros que escribes es una reflexión en torno a la figura de Jesús, ¿los abismos te hacen encontrarte con Dios?

RR: Sí, pero de una forma personal, es una revelación que se me da cuando estoy entrando a la sala de operación, Cristo pasa a un costado mío hasta ubicarse delante. Esa imagen se quedó en mí. Un día escribí un poema y siguieron otros.


MB: También me contaste que muchas noches despertabas sintiéndote en la Casa de Los Pastores y que te acompañaban sus ruidos.

RR: Eso lo producen los ecos de la costumbre, incluso sentía que mi mujer estaba acostada junto a mí, escuchaba su voz…, esas pequeñas cosas que nos conforman y que después de 30 años de vivir con una persona y rodeado de un ambiente se quedan con uno. No es cualquier cosa. Estando en el hospital ella fue a verme lo cual significó que me tenía presente. Cuando salí la busqué para volver y tajantemente me dijo que no, y dejé las cosas. A veces me digo que debí haber insistido, pero si no lo hice con mi padre, tampoco lo iba a hacer con ella. La figura de la mujer en mi vida es una que abandona, madre es una palabra que abandona y esposa es una mujer que abandona, pero las hijas y los nietos no abandonan.


MB: Señalaste que el gran descubrimiento de tu vida fue saber que uno nunca tiene nada.

RR: Regresé al mismo punto y a pesar de haber rehecho mi vida, de nueva cuenta estoy desposeído, las cosas que obtuve las perdí, lo único mío es mi vida, es lo que me queda, y la vivo con mucha gratitud porque se me ha extendido el tiempo.


MB: Si la historia fundacional de tu familia empieza contigo, ¿qué significan los nietos?

RR: Mucho, una reproducción y una prolongación de mi imagen, me vuelvo a ver, se asegura una historia, y el hombre mejora porque yo no fui muy cariñoso con mis hijas, pero con mis nietos sí. Mi nieto Emilio es muy parecido físicamente a mí cuando era niño, cuando corre me recuerda a mí, pero él tiene un carácter tremendo, yo era un niño dócil.


MB: No me da la impresión de que fueras sumiso, sino que eras emocionalmente muy fuerte, de lo contrario, no hubieras podido salir adelante.

RR: Tenía la mente fija en un destino, por eso empecé la búsqueda del padre limpiando botas en la calle. Todo lo cifraba en ello, solía bajar frutos en los solares, tal vez como ofrenda y trapeaba los pisos de las casa para que a su llegada todo estuviera limpio. Un criado formidable para un padre que no regresó.


MB: ¿Qué es lo que te ha permitido el conocimiento de la naturaleza humana?

RR: Me ha permitido vivir y hacer amistades a pesar de no pertenecer a una generación propiamente dicha, ni a un grupo, tampoco creo en ellos y lo que me distingue es estar entre ellos y tender puentes. Soy independiente y trato de no comprometerme en situaciones que hagan peligrar esa condición.


MB: Esta errancia tuya ¿te ha reconfigurado el paisaje?

RR: Sí, es una parte de la extensión de la vida, la reconfiguración me ha permitido afirmarme a mis años, no es algo que sufra sino que vivo, y que en su momento creí no ser capaz. Muchacha, seguimos aquí…


Los dos cruzamos la mirada, nos quedamos callados, embargados por el temblor de la palabra cuando roza el límite y se adentra en el misterio de la fragilidad, sabíamos de antemano que la charla se podría prolongar por otros vericuetos, porque entre los amigos siempre hay de qué hablar, pero el silencio quieto traía consigo el anuncio de tener que incorporarnos a las obligaciones de la vida diaria, y así, inevitablemente, nos despedimos, sabiendo que habría de quedar en nosotros este momento de complicidad, siempre, resguardado en la memoria: érase una vez una muchacha y un poeta guerrero.



1 Entrevista hecha el 13 y 27 de junio del 2007 en Cafebrería El Péndulo de Polanco, ciudad de México.

Enlace a la última entrevista hecha por Mariana Bernardez que fue publicada en Milenio http://www.milenio.com/cultura/laberinto/raul_renan-mariana_bernardez-poeta-yucateco-fallecido-14_de_junio-lamparas_oscuras_0_976102571.html
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